EL AMOR QUE NO TIENE PRENSA...
En su clásico y lúcido ensayo "El amor y Occidente" , el pensador suizo Denis de Rougemont cita la leyenda medieval celta de Tristán e Isolda como el origen de la concepción amorosa que prevalece en Occidente. Tristán, huérfano y criado por su tío, el rey Mark (que deseaba unir a Inglaterra), es herido, y la doncella Isolda (hija del rey de Irlanda, enemigo de Mark) lo salva, aunque él ignora quién es ella. Cuando el rey irlandés ofrece casar a su hija con quien venza al gigante Morholt, Mark pide a Tristán que luche por él. Tristán vence, y sólo al ir a buscar a Isolda para llevarla a Inglaterra en barco advierte que quien se va a casar con su tío es la mujer de la que él se enamoró una vez. En el viaje, Tristán e Isolda beben una poción amorosa destinada a ella y a Mark, se enamoran, y tras una serie de encuentros, desencuentros y huidas, se resignan cada uno a vivir con una pareja diferente y quedan ligados al recuerdo de su amor imposible y adúltero.
Desde entonces, dice con perspicacia De Rougemont, "el amor feliz no tiene prensa" en nuestra cultura. Romeo y Julieta, Eloísa y Abelardo, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca, Los puentes de Madison, los amantes de Titanic, están allí, entre tantos ejemplos del cine y la literatura, para certíficarlo. "Tristán e Isolda no se aman -señala el autor-; lo que aman es el amor, el hecho mismo de amar." Creamos un mito según el cual cuanto más sufrimiento hay, más amor existe. Parecería que se ama, más que al otro, a la imposibilidad de estar con él. Demasiado sufrimiento ha causado esta saga a lo largo de los tiempos. Pero no necesariamente demasiado amor. El amor es una construcción; no se da hecho, no proviene de un pase mágico, ES, podría decirse, un punto de llegada en la relación entre dos personas antes que un punto de partida. Se parte de la ilusión del enamoramiento (en la cual es más lo que desconocemos que lo que conocemos del otro, es más lo deseado e idealizado que lo comprobado) y se arriba a la certeza del amor (sentimiento que nos une a alguien a quien conocemos en sus luces y en sus sombras, a quien elegimos por lo que tiene y no tiene, puede y no puede, sabe y no sabe). No todo enamoramiento llega al amor.
Se viaja a través de un camino de acciones amorosas, acciones mutuas guiadas por el interés de cada uno en el bien del otro. El bien de la persona amada no es lo que yo decido como tal, sino lo que de veras le llega a ella como bien. Para eso debo conocerla, aceptarla; debemos atravesar juntos variadas experiencias, construir una historia. Y, aun así, no se ama porque se desea amar, sino porque se construye amor. Se construye de a dos: el amor es siempre una vía de doble mano; nunca la obsesión de una sola persona.
¿Se puede vivir como Tristán e Isolda, en la imposibilidad? Mi opinión es que, a larga, el amor carece así de oportunidad para ser, para manifestarse en actos, para crear, sanar, inspirar, integrar. Se corre el riesgo de enamorarse del sufrimiento y confundirlo con amor. ¿Está mal abrazar la utopía de un vinculo eterno?. No está ni bien ni mal, sólo que si no hay un otro, presente y complementario, estaremos abrazados otra vez a una ilusión, a un deseo que una y otra vez nos devolverá a la dolorosa ausencia de ese otro real y a la carencia de un vínculo en construcción constante y cotidiana. En su imprescindible El arte de amar, dice Erich Fromm que el amor es el puente que nos permite salir de la separatidad (el estado de soledad esencial en que nacemos). El amor une, dice. ¿Por qué entonces, llamar amor a la imposibilidad, a la separación, al desencuentro? ¿Por qué no darse la oportunidad de una construcción amorosa real?
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