El rústico tejido de aquél nido vacío aguarda entre la comodidad de plumas asentadas el calor de la presencia, el ramaje del arbolado agreste cruza el cielo como manos pacientes a la espera de la calidez del corazón, ningún mensaje atraviesa el puesto del campo y las hojas despiden color atadas al apuro del viento. Un romance perdido en los años de la vida acude hasta el último sentido para presenciar la obligación del alma, el recodo de las praderas de las montañas habitan en silencio el prolijo vaciado con la carga de la soledad. La costumbre se levanta por cada mañana a razonar el quebrado amor con el espanto de pesar solo en las ruinas de un mundo que nunca fue mejor. La diaria necesidad de amasar con sudor el pan se relaja en los descontentos de siempre olvido a una familia que ha partido al rumbo apresurado de la moderna sociedad, con los ojos secos de lágrimas se doblega el espíritu para jamás alcanzar la mentira promesa de hermandad, la fuerza es servida de rincones lejanos donde se puede usar a la vida con amabilidad.
Por cada mañana el otoño emerge en brumas sedosas al fresco colorido del tibio aliento del sol, las frondas manchan tinta al ferroso sabor de aromas pintados apartándose del bosque como palabras vagas de poema improvisado que recuerda el corazón pero jamás señala con verdad la memoria desconociendo toda razón.
El arroyo solloza en el encanto silenciado donde se abren profundos espacios entre neblinas esbozadas al frío apretado en las alturas de montaña, difusas rocas ajustadas al verde alfombrado de musgos asegurados al umbrío rincón por donde el monte esconde sus huellas, lugares donde ningún sueño se ha refugiado prometen encontrar en el silencio de la soledad la entereza del corazón que anhela destino del alma. La necesidad de hallar alivio en el amor de la vida se refleja en la misma imagen con que tratamos a los que nos rodean donde el ambiente será aquél lugar de la verdad.
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